Un boquete, por donde prorrumpe el océano con toda su fortaleza, perfora la costa de lava petrificada de la isla Santiago, una de las principales del archipiélago de las Galápagos. Los naturalistas lo han bautizado como "el toilet de Darwin". Aseguran que Charles Darwin fijó junto a ese lugar su tienda de campaña durante siete de los 35 días que duró su periplo por las islas a bordo del Beagle, entre septiembre y octubre de 1835, al observar que los pinzones no eran iguales. Descubrió que las diversas especies -constan 13 en las islas- habían adaptado la forma de sus picos (más largos o más cortos, redondos o puntiagudos...) a las diferentes plantas de las que se alimentaban.
Darwin tenía entonces 26 años y tardaría otros 24 en publicar El origen de las especies, que revolucionó el mundo y que muchos guías no se atreven a mencionar por respeto a las creencias ultrarreligiosas de algunos visitantes. Pero fue en esta isla, donde estos pájaros menudos revolotean entre palosantos y otras muchas de las especies endémicas que conviven en el archipiélago, donde incubó su teoría de la evolución.
Es explicable. Las Galápagos son como volver al principio de los tiempos, como encontrar la tierra tal como era antes de que la humanidad comenzara a ejercer su influencia. Son un paraíso con paisajes de cenizas, que aquí son bellas, y animales bonachones como los de los cuentos. Seres que no se inmutan ante la presencia del hombre: pingüinos enanos que se yerguen sobre las rocas donde anidan; leones marinos que regatean a los buceadores; rayas-manta que ofrecen espectaculares saltos sobre la superficie marina; pelícanos que se tiran en picado entre los bañistas en busca de pesca; fragatas que planean sobre las embarcaciones; piqueros de patas azules que parecen posar para fotografiarse; iguanas de mar que simplemente observan mientras lanzan algún que otro escupitajo o lagartijas de lava que corretean entre cactus. Son, junto a los míticos pinzones de Darwin, los cormoranes y los galápagos gigantes que estuvieron en peligro de extinción porque las cabras se comían su alimento, los símbolos de un sitio único.
Balleneros y piratas
Tres siglos antes de que llegara Darwin, el cura dominico Tomás de Berlanga descubrió las islas por casualidad para la corona española. Después fueron refugio de balleneros y piratas, que importaron animales y plantas nocivos para el ecosistema insular. No obstante, quizá por las pocas expectativas de prosperidad, no fueron explotadas en exceso. La declaración como Patrimonio Natural de la Humanidad en 1978 y, seis años más tarde, como Reserva de la Biosfera por la Unesco, que en 2007 las incluyó en la lista del patrimonio en riesgo, supuso el impulso para convertirlas en un refugio singular donde se han eliminado los animales foráneos, excepto algunos cerdos que se han hecho salvajes y constituyen un peligro, sobre todo para las cándidas iguanas.
No extraña, por tanto, el control que ejerce el Ejército en el aeropuerto de la isla de Baltra (no se puede introducir comida ni llevarse ni una piedra) y las recomendaciones de los guías -naturalistas que dominan varios idiomas- a los turistas. El año pasado acudieron 170.000 visitantes y este año se espera superar los 200.000, con predominio de norteamericanos y en gran parte jubilados. La afluencia de españoles es creciente, motivo por el cual el Gobierno de Ecuador ha lanzado campañas publicitarias e Iberia ha bautizado uno de los Airbus que hace la ruta Madrid-Quito-Guayaquil-Madrid con el nombre de Islas Galápagos.
Las visitas están perfectamente organizadas, aunque es imprescindible contactar con las agencias acreditadas, mejor en origen. Existen unas 10 empresas que hacen cruceros de tres, cuatro o siete noches de isla en isla en yates o buques de hasta 60 camarotes, como elGalápagos Legend, un sólido paquebote reformado que fue hospital en la guerra de Vietnam. La tripulación se encarga, a bordo de pangas, de arrimar a tierra a los pasajeros, bien equipados con chalecos salvavidas y equipos de buceo.
El recorrido suele comenzar en la isla Bartolomé, al este de Santiago, donde los pingüinos consiguieron aclimatarse aunque se olvidaron de crecer. Aquí se encuentra el afamado Pináculo, la imagen más representativa del archipiélago, y un mirador desde el que se observan formaciones de lava, conos volcánicos recientes y, hacia los cuatro puntos cardinales, el esplendor del archipiélago en toda su extensión.
Los cruceros atraviesan varias veces la línea del ecuador, lo que permite contemplar en noches despejadas las constelaciones del norte y del sur mientras se bordea la isla Isabela para acudir a Bahía Urbina y Punta Espinosa, en Fernandina, donde probablemente se junta la mayor aglomeración de iguanas marinas del planeta, características por sus crestas de dragón. Isabela y Fernandina, nombres que rememoran a los Reyes Católicos, son islas recientes con erupciones frecuentes, las últimas en 2009. En realidad, Isabela es fruto de la unión de cinco volcanes que le han dado forma de caballito de mar y que, muy probablemente, acabe juntándose con Fernandina sin que pase mucho tiempo.
De vuelta, se desembarca en Egas Port (Santiago), en una playa de hermosa arena negra, y se recorre el camino que se supone hizo Darwin entre gavilanes y focas peleteras antes de visitar su toilet. Como un satélite de Santiago se levanta Rábida (pequeña isla que como casi todas evocan a Colón) con una impresionante playa de arena roja donde retozan los leones marinos y una gran charca de agua salobre en la que pasean los flamencos. En Santa Cruz, por último, se visita el Dragón Hill y la estación Charles Darwin, donde vive en semicautividad Solitario George, el último quelonio de su especie que decidió bajar de las montañas de la isla Pinto al quedarse solo. Esta isla supone el regreso a la civilización: los móviles comienzan a sonar y el calor, que días atrás era soportable, comienza a hacerse irresistible.
Agencias/SimaCaribe 20 jul 2011